Dicho esto, hizo que inmediatamente el barco virase ciento ochenta grados y arribó de nuevo al puerto, desembarcando a su hijo con el pretexto de un imprevisto malestar. Luego volvió a partir, esta vez sin él. Afectado profundamente, el chico quedó en el
borde del muelle hasta que el último pico del velamen se desvaneció en el horizonte. Más allá del muelle, donde el puerto terminaba, el mar quedó completamente desértico. Pero, achicando los ojos y agu
zando la vista, Stefano consiguió divisar un puntito negro que asomaba intermitentemente en las aguas : «su» colombre, que rondaba arriba y abajo muy lentamente, obstinado en esperarlo.
Desde entonces al chico se le disuadió como se olvidó de las ansias de mar. El padre lo envió a estudiar a una ciudad del interior, alejada centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por el nuevo ambiente, Stefano no pensó más en el mons-
truo marino. Sin embargo, por las vacaciones de verano, regresó a casa y lo primero que hizo, apenas tuvo un minuto libre, fue apresurarse para visitar el borde del muelle, a fin de hacer una especie de comprobación, aunque en el fondo lo creyese innecesario.
De alguna manera, el colombre habría renunciado al
asedio; eso admitiendo, después de haber pasado tanto tiempo, que la historia narrada por su padre hubiese sido cierta. Pero Stefano se quedó allí, atónito, con el cora
zón palpitante. A una distancia de doscientos o trescientos metros del muelle, ya casi mar adentro, el siniestro pez estaba allí, rondando de acá para allá, lentamente y alzando cada tanto su hocico a la superficie del agua y dirigiéndolo a tierra, como si vigilara con ansia el posible regreso de Stefano Roi.
De este modo, la idea de que una criatura enemiga lo esperaba día y noche pasó a ser una secreta obsesión para Stefano. E incluso en la lejana ciudad le ocurría que se desvelaba en mitad de la noche por aquella inquietud. Allí estaba seguro, sí, centenares
de kilómetros lo separaban del colombre. Pero con todo, él sabía que más allá de las montañas, los valles y los bosques, el escualo lo esperaba. Y, aunque se trasladara al más remoto de los continentes, allí el colombre se habría también mostrado al acecho en el reflejo del mar más cercano, con la inexorable obstinación que tienen los mecanismos del destino.
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Stefano, que era un chico serio y aplicado, continuó con provecho los estudios y, en cuanto se hizo mayor, encontró un empleo digno y remunerado en
un almacén de aquella ciudad. Mientras tanto el padre vino a morir, víctima de una enfermedad, y su magnífico velero fue vendido por su viuda, quedándose el hijo con la herencia de una modesta fortuna. El
trabajo, las amistades, las distracciones, los primeros amores: Stefano ya había encarrilado su vida, pero la idea del colombre le atormentaba, como si se tratara de un mal presagio, al tiempo que se le aparecía como un espejismo fascinante; y con el paso de los años, antes que desvanecerse, parecía que se hacía
más consistente.
Son grandes las satisfacciones de una vida laboriosa, acomodada y tranquila, pero más grande es aún la atracción del abismo. Stefano acababa de cumplir los veintidós años, cuando se despidió de los amigos de la ciudad y renunciando a su empleo, regresó a su ciudad natal para comunicarle a su madre la irrevocable decisión de seguir el oficio paterno. La mujer, a la que Stefano no había jamás mencionado ninguna palabra acerca del misterioso escualo, aprobó con júbilo su decisión. El hecho de que el hijo abandonara el mar
por la ciudad, le había parecido siempre, en lo más
hondo de su corazón, una traición a las costumbres
familiares. |
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