Así Stefano comenzó a navegar, dando fe de sus cualidades de marinero, resistiendo las fatigas con intrépido ánimo. Navegaba, navegaba, y en la estela de su embarcación, día y noche, en calma o en tempestad, se afanaba el colombre. Stefano sabía que aquella era su maldición y su condena, pero preci samente por esto, quizás, no encontraba las fuerzas para apartarse de él. Y nadie a bordo, a excepción de él, divisaba al monstruo.
" ¿No veis nada en aquella parte?" -preguntaba de vez en cuando a sus compañeros, indicando la estela.

"No, no vemos nada de nada. ¿Por qué?"

"No lo sé. Me parecía..."

" ¿No habrás visto por casualidad un colombre?" -decían ellos, riendo y tocando madera.

" ¿De qué os reís? ¿Por qué tocáis madera?"

Con los pocos bienes dejados por el padre, y ya sintiendo la responsabilidad del oficio, adquirió con un socio un pequeño vapor de carga. En poco tiempo pasó a ser el único propietario y, gracias a una serie de afortunadas expediciones, pudo rápidamente
adquirir buena hacienda, proponiéndose siempre objetivos cada vez más ambiciosos. Sin embargo, los éxitos y la fortuna, no servían para erradicar el continuo aguijón que oprimía su estado de ánimo; y a pesar de ello, en ningún momento tuvo la tentación de vender el barco y de retirarse a tierra para emprender otras empresas.

Navegar, navegar, ese era su único pensamiento. No pensaba en otra cosa, ni siquiera, después de las largas travesías, cuando ponía pie en tierra, en cualquier puerto, pues de inmediato le punzaba la impaciencia por embarcar de nuevo. Sabía que fuera estaba el colombre esperándole, y que el colombre era sinónimo de perdición. No cesaba. Un indomable impulso lo llevaba sin descanso, de un océano a otro.

Hasta que un día, de repente, Stefano se dio cuenta de que se había hecho viejo, era ya todo un anciano y nadie en torno a él sabía explicarse por qué siendo rico como era no dejaba, de una vez por todas, la condenada vida del mar. Había llegado a viejo como un infeliz amargado porque la totalidad de su existencia la había malgastado en aquella especie de fuga absurda por los mares, siempre esquivando a su enemigo. Para él la tentación del abismo siempre había sido mucho más grande que los gozos de una vida acomodada y tranquila.

Y una tarde, mientras su magnífico barco estaba encallado en el puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir. Llamó entonces en ese momento al segundo oficial, con quien tenía gran confianza, y le ordenó jurar que de ninguna manera se opusiera
a aquello que se había propuesto hacer. Este, por su honor, juró y dio su palabra.
Una vez que se hubo asegurado, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba atemorizado, la historia del colombre, que lo había perseguido continuamente durante casi cincuenta años, inútilmente.

"Me ha escoltado de una a otra punta del mundo - dijo - con una lealtad que ni el más noble de los amigos habría podido demostrar. Ahora me estoy muriendo. Y también él estará ya terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo."

Habiendo dicho esto, se despidió, mandó bajar una barca y se subió a ella, tras haberse provisto antes de un arpón.

"Iré a su encuentro" - anunció–. "No es justo que lo desilusione. Lucharé con mis últimas fuerzas."